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El derecho a la verdad y el derecho a morir dignamente (página 2)



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Nuestra acción
debe estar presta a si hay dolor, CALMAR SIEMPRE EL DOLOR y si
hay angustia o depresión,
CALMAR SIEMPRE LA ANGUSTIA Y LA DEPRESION. Posiblemente en esta
situación la ciencia
debe ir dejando lado al calor humano.
Mayor dedicación para poder
escuchar. Mayor dedicación para poder consolar. La
preocupación por exámenes de laboratorio,
debe ceder el campo para comprender el alma de
nuestro paciente, para dar apoyo a la familia. La
incurabilidad no debe servir de pretexto para abandonar a
nuestros enfermos. Antes, por el contrario, debemos darle en esta
situación más ayuda. Una palabra de aliento, unos
minutos de silencio oportuno, una mano afectuosa, pueden ayudar
más que la mejor medicina.
Cuando el paciente ya ACEPTA su enfermedad puede venir una
atmósfera
de mayor resignación y paz. Es posible contemplar un
atardecer con tranquilidad espiritual, alejada de las
preocupaciones baladíes de este mundo.

En ningún momento nos está permitido la
EUTANASIA
DIRECTA de nuestros pacientes aun a pedido expreso de ellos. Esta
es una conducta que va
contra la ética, y
en nuestras leyes se
considera un homicidio. No
somos amos de la vida humana. Debemos respetarla a todo momento.
El juramento hipocrático así lo establece:
«No daré una droga mortal a
nadie si me lo solicitare, ni sugeriré este efecto.»
Pero, en el otro extremo, tampoco debemos hacer una lucha
denodada con medidas extremas para prolongar una agonía
cuando ya no hay ninguna esperanza. El distanciar la muerte
recibe el nombre de DISTANASIA. Y sabemos como médicos que
esto lo podemos hacer actualmente con el avance
tecnológico. Por ejemplo, a un paciente con daño
cerebral lo podemos mantener «vivo» por mucho
tiempo con
respiradores y otras medidas artificiales. Recuerdo que hace
muchos años llegó al servicio de
urgencias la esposa de un colega con un cuadro de cefalea intensa
y signos
meníngeos. Tiene una hemorragia subaracnoidea. Hace un
paro
cardiorrespiratorio y se le aplican las maniobras de
reavivación. Sale del paro con la mala fortuna de haber
quedado con daño cerebral. La función de
los otros órganos está perfecta. Queda conectada a
un respirador. El esposo se niega a aceptar la realidad de la
muerte en vida
y pide que sea hospitalizada en la unidad de cuidados intensivos.
Se la hospitaliza y pasan los días sin ningún
cambio en su
situación. Si se le quita el repirador, no hay respiración espontánea. Se habla
nuevamente con el esposo y él se niega a que se le
desconecte el respirador. Los costos aumentan.
El sufrimiento de esposo e hijos se perpetúa. Hacemos una
junta médica sin el colega y resolvemos suspender la
respiración artificial en el momento en que él no
esté, para quitarle ese cargo de conciencia, y la
paciente fallece. Ya había fallecido en vida.

El Código
Colombiano de Etica Médica a ese respecto, en su
Artículo 13 dice: «Cuando exista diagnóstico de muerte cerebral, no es
obligación del médico mantener el funcionamiento de
otros órganos o aparatos por medios
artificiales.» En las unidades de cuidado intensivo es
donde más se pueden ver medidas extremas, en la lucha a
muerte contra la misma muerte. El sufrimiento del paciente se
vuelve cruel: está en una especie de prisión
alejado de sus seres queridos. Ellos no pueden entrar sino a
determinadas horas y por pocos minutos. El ambiente es de
tensión: el ruido
rítmico y constante de los respiradores, el afán
del personal
médico y auxiliar, las alarmas de los monitores, las
carreras ante un paro cardíaco, la muerte del vecino, los
comentarios de la visita médica alrededor de la cama, el
no poder desahogar los sentimientos, todo contribuye a rodear la
atmósfera de angustia y zozobra ante la proximidad de la
muerte. Los familiares entran a determinada hora y por un tiempo
corto porque así lo exige el reglamento de la unidad:
«Señora tiene usted que salir porque ya
terminó la hora de la visita…» No es lo mismo
«HACER MORIR» que «DEJAR
MORIR.»

Debemos tener una actitud
antidistanásica, en aquellas situaciones donde no hay
ninguna esperanza terapéutica racional y la calidad de
vida del enfermo está altamente comprometida y llena
de sufrimientos. Prolongar la vida no debe constituir el fin
exclusivo de nuestra práctica
profesional. No debemos sentirnos frustrados ante la muerte.
Será nuestra compañía en las arduas horas de
trabajo, y
sellará nuestra acción a cualquiera hora del
día o de la noche. Respetémosla y
aceptémosla como la dura realidad de nuestra existencia.
Cuando usted comunica a la familia que ya no
hay nada que hacer, el ambiente se carga de sentimientos de
pesar, de resignación en algunos, y en otros de una
ambivalencia culposa. Los hijos, ausentes por mucho tiempo, que
nunca se preocuparon por sus padres, ahora quieren calmar sus
sentimientos de culpa con acciones
irreales o de inculpaciones al médico tratante, tanto por
acciones como por omisiones: «Debemos llamar a otro
especialista, porque el doctor está equivocado…» Y
se comienzan a hacer sugerencias fuera de todo contexto:
hospitalizaciones innecesarias, procedimientos
absurdos. Los sentimientos de culpa llevan a todo esto, con un
proceder egoísta que trata de mantener a toda costa la
vida de un paciente sin tener en cuenta para nada sus
sufrimientos.

Ante la pérdida inminente de un ser querido,
puede haber una atmósfera de hostilidad. Usted debe
comprender este ambiente conflictivo y mantener un diálogo
permanente con los familiares, buscando en todo momento el bien
de su paciente. Debe estar preparado también para grandes
ingratitudes: muchos no valorarán su esfuerzo, aún
más, tratarán de buscar errores en sus acciones u
omisiones. Sin embargo, otros quedarán plenamente
agradecidos con usted, y le guardarán lealtad por mucho
tiempo y le llevarán a consulta a sus
familiares.

Cuando usted se enfrente al dolor de la agonía,
debe estar presto a calmar los sufrimientos, mediante
medicamentos que aunque tengan efectos colaterales peligrosos,
calmen al paciente. «Debemos consolar y calmar
siempre.» No debemos recurrir a medidas extremas, en casos
incurables terminales: p.e., la aplicación de un
respirador, reavivación cardíaca, una
cirugía, etc. En marzo de 1986 la Asociación
Médica Americana después de un par de años
de deliberación, declaró en New Orleans: «Los
deseos del paciente comatoso se deben respetar, como
también hay que respetar su dignidad. No
es antiético para los médicos, descontinuar todo
procedimento encaminado a mantener la vida cuando hay coma
irreversible, aun si la muerte no es inminente. Quedan incluidos
en esos procedimientos el suministro de líquidos y
alimentos.» En muchos casos tenemos que
enfrentarnos tarde o temprano a la decisión de hacer
reavivación cardíaca en un paciente seriamente
comprometido. La orden de NO REAVIVAR puede crear grandes
conflictos en
el equipo médico, en los familiares y aun en el mismo
paciente. Debe primar en la mayoría de los casos el deseo
del paciente, que en una forma consciente y competente y bajo la
orientación de su médico tome la decisión
para acciones futuras. Esta decisión está por
encima de la decisión que tomen los familiares o amigos,
aunque ellos pueden ser orientadores por conocer mejor al
enfermo. La calidad de vida
que esté llevando en su enfermedad es un factor que ayuda.
Un gran amigo mío tuvo un infarto hace
23 años e hizo un paro cardíaco. Logramos sacarlo
de este problema y vivió alrededor de unos 22 años
con una excelente calidad de vida. En su último año
empezó a hacer un cuadro de insuficiencia
cardíaca, que se controló
parcialmente con tratamiento médico. Quizá 3 meses
antes de su muerte repite el infarto y hace un nuevo paro, del
cual sale con las maniobras de reavivación pero queda con
una falla cardíaca casi intratable. Se habla con él
y se le propone ante un nuevo paro no hacer nuevamente maniobras,
ante la poca reserva miocárdica que queda. El lo acepta y
aun pide que no se lo deje sufrir. Varios hijos se oponen a esto,
otros lo aceptan. Se rodea al paciente de todas las ayudas
posibles para evitarle sufrimientos: oxígeno, calmantes, visitas médicas
periódicas, y finalmente fallece en su casa rodeado del
afecto de sus familiares, y no en la fría soledad de una
unidad de cuidados intensivos.

En una encuesta a 35
confesiones religiosas que hizo Gerald Larue hacia 1985, en Los
Angeles, California, 80% estuvieron de acuerdo con la eutanasia
pasiva y 66% se declararon en contra de la eutanasia activa. Sin
embargo, estos términos pueden crear conflicto,
pues nuestra legislación colombiana considera como un
delito el
homicidio por piedad en su Artículo 326 del código
penal: «El que matare a otro por piedad, para ponerle fin a
sus intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal
o enfermedad grave e incurable, incurrirá en
prisión de 6 meses a 3 años.» El homicidio
por piedad es sinónimo de eutanasia. Sin embargo, el hecho
puede ser punible tanto por acción como por
omisión. Tan culpable es el que ahoga a otro en el agua, como
el que no lo salva cuando podía hacerlo. Pero debemos
recordar que «ese que no salvamos» está ya
condenado a morir y lo que hacemos es prolongar su muerte con
grandes sufrimientos y pésima calidad de vida.

Posiblemente en lugar de hablar de eutanasia pasiva,
debemos tener una actitud antidistanásica y considerar
siempre en la mente los deseos del enfermo. El puede con todo su
derecho ACEPTAR O RECHAZAR PROCEDIMIENTOS O TRATAMIENTOS, aun a
costa de su vida. Lo único que podemos hacer, es hacerlo
cambiar a través de la convicción y nunca por
mecanismos indebidos.

La posición social es un factor que altera la
atención médica. Aquí el
«encarnizamiento tecnológico» y «el
orgullo personal médico» ocupan lugar. Y si la
acción se ve rodeada de alta publicidad, se
vuelve ficticia donde cuentan más los actos exteriores que
el bien del paciente. Llena está la historia de ejemplos de esta
nauraleza: el General Francisco Franco, el Presidente Neves, o el
Emperador Hirohito. La junta de médicos que los trataban
lucharon por sostener a toda costa una vida artificial, pero no
lo harían si el paciente fuera un pobre Juan Lanas. Estos
personajes importantes nunca podrán recibir a la muerte
rodeados del afecto de su hogar, de su familia sino que
morirán rodeados de la fría tecnología que invade
su ser moribundo: respiradores, sondas, catéteres, ruidos
intermitentes de máquinas,
personal muy atento de sus gases o
electrólitos pero que ponen poca atención a sus
sentimientos de soledad. La tecnología vence aquí
al amor y a la
compasión. La falsa omnipotencia médica obscurece
la realidad de los hechos. La muerte lastimará nuestro
orgullo, y por eso tenemos que luchar hasta el final no importa a
costa de qué. Y si se interconsulta al colega, siempre
habrá que hacer algo más. La decisión
«hasta aquí llegamos» es difícil de
tomar y se necesita una gran honestidad para
hacerlo, y aceptar las limitaciones de la ciencia
médica en estas situaciones.

El derecho a morir dignamente nace de una
preocupación humanista y jurídica. La
preocupación humanista busca rodear al paciente de
más calor humano, de menor sufrimiento y recuperar el
entorno familiar. Las unidades de cuidado intensivo no son el
sitio ideal para estas acciones. La preocupación
jurídica busca satisfacer las decisiones del paciente, y
facilitar las acciones médicas para quitar el temor a las
futuras demandas.

El derecho a morir dignamente es complementario del
derecho a vivir dignamente. Nuestro sentimiento religioso nos
debe dar un sentido de trascendencia, que nos ayuda a morir
más tranquilamente. Después de esta vida hay otra
vida más feliz. Nuestra unión con Dios en la
eternidad, debe llenar nuestro espíritu acongojado de una
tranquilidad y felicidad que mitigue nuestros sufrimientos. Para
Dios no hay horas, ni días, ni meses. Y ante esta
eternidad ¿qué son 80 ó 100 años de
existencia? Debemos tener como meta de nuestra existencia ese
amor hacia Dios, nuestro Creador. En El encontraremos una vida
mejor, llena de paz y felicidad.

REFERENCIAS

  1. Código Colombiano de Etica Médica.
    Ley 23 de
    1981.
  2. Vidal M. Moral para
    profesionales de salud. Cali, Publicaciones
    Universidad
    Javeriana.
  3. Vélez LA. Etica médica: Interrogantes
    acerca de la medicina, la vida y la muerte. CIB,
    Corporación para Investigaciones
    Biológicas, 1987.
  4. Bernard L. Unanswered cuestions about DNR orders.
    JAMA 1991; 265: 1874-75.
  5. Council on Ethical and Judicial Affairs. American
    Medical Asociation. Guidelines for the appropriate use of
    Do-Not- Resuscitate (DNR) orders. JAMA 1991, 265:
    1868-71.
  6. American College of Physician. American College of
    Physician. Ethics Manual. Part 1:
    History; the patient; other physicians. Ann Inter Med 1989;
    111: 245-52.
  7. Brewin TB. Punto de vista. Tres formas de dar las
    malas noticias.
    Lancet 1991; 19: 232-34.

Javier Gutiérrez Jaramillo, M.D.
Profesor
Titular, Departamento de Medicina Interna, Facultad de Salud,
Universidad del Valle. Internista-Cardiólogo de la
Fundación Valle del Lili, Cali,
Colombia

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